Ir al contenido principal

¡Agárrale un kleenex a Wanda!


Los clásicos empezarían por aclarar: "era un día como cualquier otro", pero no, no era un día que pudiera calificar al menos como parecido a todos los que le precedieron ese año. Tampoco podía yo saber en ese momento que sería por demás diferente al resto de los días que viví en ese 2009, hoy tan lejano.
Mi trabajo en la compañía de gas era como un policía mal encarado que se aseguraba de que yo transitara del tedio al desconcierto en intervalos de tres horas hasta completar la jornada diaria, para luego darme la libertad de sumirme el resto de las horas en que estaba despierto (o aparentaba) en un sopor exangüe.
Justo a la mitad de esa excitante etapa en mi vida, se le ocurre a Gonzalo en ventas ser despedido y me comisionan pro-tempore para atender algunos de sus pendientes. El fino término significa en mexicano que trabajaré dos posiciones y horas extras por el mismo salario, hasta que encuentren al sustituto, quien seguramente será contratado por el doble de lo que me pagan. "Siniestro", me dijo el guardia del estacionamiento, "usted adivina el futuro y lee la mente de los jefes… eso es cosa del diablo".
Fernández (así, por el patronímico, porque a lo altos mandos no les podemos hablar por su nombre de pila) me llamó un día antes del Día D hasta la entrada de su oficina. No me ofreció un asiento ni tampoco una mirada, extendió su mano hacia mi con unos papeles perdidos entre sus cinco kibbeh y dijo: "Vas a la capital a recoger unos papeles de un cliente importante, no creo que puedas echarlo a perder pero por favor, no te esfuerces".
Esa mañana que la historia de mi vida registró entre sus páginas doradas, me levanté temprano impulsado por una emoción interior que no conocía; algo parecido a la ilusión, al ánimo, a las ganas de hacer tareas interesantes. Llegué al aeropuerto a tomar lo que sería el primer vuelo en avión de mi vida y me encontré con una sala de espera casi llena. Y entonces me llegó. El impacto fue brutal. Una ola de calor precedida de frío y acompañada de un tremor acompasado que recorrió desde los pies hasta el último y menos lleno de gel de mis cabellos. Las noticias habían dado por terminada la alerta máxima por influenza humana apenas una semana antes y yo estaba ahí, en un aeropuerto, rodeado de desconocidos que podrían estar contagiados y además iba a meterme en una cámara de aire contaminado con todos los virus existentes en el universo. ¿Por qué tenía tanta suerte? ¿Qué hice para merecerlo?
Abordé usando todos mis sentidos para identificar a los posibles enfermos y evitar acercarme a ellos y en eso, se suma la calamidad mayor: ¡no puedo escoger mi asiento! Los números y letras en mi pase de abordar (me indican) tenían ya marcado mi destino y yo sin saberlo. Llegué a la fila 21 y busqué el asiento A. ¡Una ventana! Pero no puedo abrirla, entonces no sirve de nada. Al lado mío se sentó una mujer mayor, melancólicamente llamativa. Me parecía familiar pero no acertaba a darle el nombre correcto. De alguna manera empecé a pensar en mi abuelo sin tener claro el porqué. Y luego, al lado de ella, en el asiento del pasillo, un hombre gordo, con lentes, enfundado en un traje gris con una corbata azul, se sentó, se abrochó el cinturón y dio inicio con su ritual a la peor parte de mi pesadilla. ¡Mis dos compañeros de asiento estaban estornudando y tosiendo! No lo podía creer. Me tenía que pasar a mi.
El hombre parecía estar en peores condiciones que mi rubia vecina. Se ahogaba con el moco y tosía como si quisiera sentar un pulmón en primera clase. Justo cuando le llegaba una pausa, se veía tranquilo. Ridículamente tranquilo. No hacía el menor intento por levantarse al baño, buscar un pañuelo o al menos arrancar una hoja de la revista frente a su asiento para limpiarse la nariz. ¡Me estaba volviendo loco! En eso, oigo una voz mecanizada que dio un mensaje terrorífico: "nuestro tiempo estimado de vuelo será de una hora con diez minutos" ¡Setenta minutos para que me peguen la influenza, se me colapsen los pulmones y muera antes de bajar de esta cochinada!
El hombre seguía haciendo unos ruidos desagradables con boca y nariz. La señora a mi lado parecía empezar a compartir mi incomodidad, a pesar de estar ella en condiciones similares. Su ruido era insoportable, asqueroso. Yo invocaba a mi abuelo y le pedía mentalmente: "dime quién es esta señora que va a mi lado, sé que tú lo sabes". Con ese pensamiento lograba por segundos apartarme de la imagen de aquel hombre que estaba rojo y sudando, sumido en fiebre y ahogándose con su flujo nasal. ¿Quién era la señora? ¿Dónde la había visto antes? Vestía unos jeans y una playera blanca. Como si fuera veinteañera, pero su cara y en especial sus orejas delataban que debía yo multiplicar al menos por tres. Su pelo rubio, sin una cana, estaba recogido en dos chongos como cuernos. Parecían una versión en miniatura de los clásicos de la Princesa Leia.
Yo ya quería romper la ventana y tirarme en un paracaídas. Quería usar la máscara de oxígeno, quería hacer algo para escapar de la segura muerte que me esperaba tras el contagio por la maldita influenza incurable de manufactura mexicana. Y el gordo ni se inmutaba. ¡Sorbía y tosía con un gusto! Parece que lo disfrutaba.
Y entonces empezó la parte final. Mi vecina de asiento tomó su bolsa del piso, la abrió con cierta lentitud y empezó a buscar algo cuidadosamente. Sacó algunas cosas y de pronto los vi: entre sus manos tenía un manojo de kleenex doblados y en no muy buen estado. Los acarició, los desdobló e hizo evidente al entrecerrar sus grandes y aún muy bellos ojos, que estaba sufriendo para atreverse a una acción temeraria. Volteó a ver al trajeado, le extendió los kleenex y le dijo: "están limpios, los tomé del hotel antes de salir al aeropuerto, sólo están doblados". Los lentes del aludido parecieron resbalarse en su ancha y pecosa cara, empujados por sus ojos que saltaron con el ofrecimiento. Su expresión era una mezcla de sorpresa, asco y miedo. No movió un dedo. No dijo una palabra…

"¡Agárrale un kleenex a Wanda!" grité con toda la fuerza que fui capaz.

¡Por supuesto! ¡Wanda Seux! ¡Cómo le gustaba a mi abuelo!

Comentarios

  1. gil
    senti emocion, curiosidad y esa sensacion de no quererte despegar de una buena trama
    bien por ti
    aydee

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

No todo está perdido...

Leer noticias se ha vuelto una fuente de estrés para nuestra generación. La mayoría de las notas son crónicas del crimen y sus consecuencias. Parece que fuera lo único que sucede. A fuerza de tanto leer, nos hemos convencido, casi todos, de que nada se puede hacer; somos pasajeros y no pilotos en un avión que parece descender en caída libre. Yo no estoy de acuerdo.

Nada como el Amor

N ada se compara con amar y sentirse amado. Nada como encontrar a esa persona especial con la que compartes todo en la vida y, a través de la unión con ella, sentirte completo. Tristemente, cada día escucho más sobre relaciones a mi alrededor que se rompen, sobre matrimonios disueltos y sobre todo, escucho que aquellos a quien amo, viven infelices porque no son capaces de experimentar el amor que desean. Yo recibí y entregué hace poco más de 10 años, el sacramento del Matrimonio (así, con mayúscula) y, como la mayoría, he vivido un sin fin de situaciones y emociones que me han hecho sentir muchas veces plenamente feliz y también en ocasiones no tanto o incluso a punto de correr. A lo largo de este tiempo he encontrado ciertas ideas y escritos que me han ayudado a mantenerme en el estado de vida que elegí y quiero empezar a poner esas ideas en “blanco y negro”, combinarlas con las mías y, a través de una serie de seis reflexiones que iré publicando en las semanas siguientes, compartirla

La Barca

Despidiendo a la multitud, le llevaron con ellos en la barca ... (Mc 4:36) Aprendí a tocar la guitarra a los 7 años y pronto, sentí el deseo de tocar en tantas ocasiones como me fuera posible. Me gustaba encerrarme en mi recámara y poner casetes para "sacar canciones" (oír la melodía, descubrir las notas, escribirlas y poder luego tocar la canción con mi guitarra), pero me gustaba más pasar la tarde con mis amigos de la rondalla infantil y tocar juntos las canciones que el maestro nos enseñaba.