Empezó de la forma más complicada posible. Un vuelo a las siete de la mañana en sábado, asiento cancelado, lista de espera, incertidumbre, casi fractura. Era mi día con ella, nuestro día y al parecer, no sería.
La suerte cambió de pronto y pude llegar. Tarde. Pero su rostro dijo con claridad que nada importaba porque ya estábamos juntos.
Empezamos con una foto. Así, como los clásicos. Para guardar la memoria impresa de ese día. Tomados de la mano corrimos por un pasillo, bajamos una escalera y el primer juego nos esperaba ya. No dudó un segundo en adentrarse en él conmigo.
El plan estaba bien hecho y eso nos llevó sin pausa al segundo juego. La cargué sobre mis hombros y corrimos riendo a carcajadas en medio de otras parejas felices como nosotros. El tercero nos obligó a correr tomados de la mano y lo disfrutamos como si fuera la primera vez.
Nos pidieron que cambiáramos de lugar. La lluvia nos acompañaba y necesitábamos un techo para compartir un refrigerio que ella me había preparado. Tomamos nuestros platos y nos sentamos en el piso frente a frente. No importaba el ruido de las conversaciones cercanas. Sólo existía ella para mi. Su risa. Su mirada.
Nos separaron por un momento, pero me dijeron que no me preocupara. Se trataba del preludio de una sorpresa. Mientras ella se alejaba, la conversación empezaba en torno a un tema que me atrajo: ¿Cuál es el lenguaje de amor de ella? ¿Qué debo hacer para hacerla sentir amada?
Regresó y vivimos una dinámica que pretendía ser seria: intercambio de preguntas y respuestas. Ella, con sus palabras y su risa, lo hizo fácil, inolvidable. Empezamos por la talla de zapatos y el color favorito, para terminar en lo que nos gustaba a uno del otro y lo que queríamos que el otro mejorara para ser más felices juntos. Un placer verla a los ojos mientras me decía con sinceridad lo que había en su corazón.
Vimos unas fotos juntos donde redescubrí sus ojos y un pequeño lunar en su pómulo derecho. Finalmente, me entregó un regalo que como los más valorados por mi, estaba hecho con sus manos.
Caminamos por un buen rato, seguimos platicando y comimos juntos. Ella y Yo, solos, hasta regresar finalmente a casa para retomar nuestras rutinas. Esas horas se quedan para siempre en mi corazón como la joya más valiosa.
El día de mi convivencia Padre-Hija con mi amada Valeria.
La suerte cambió de pronto y pude llegar. Tarde. Pero su rostro dijo con claridad que nada importaba porque ya estábamos juntos.
Empezamos con una foto. Así, como los clásicos. Para guardar la memoria impresa de ese día. Tomados de la mano corrimos por un pasillo, bajamos una escalera y el primer juego nos esperaba ya. No dudó un segundo en adentrarse en él conmigo.
El plan estaba bien hecho y eso nos llevó sin pausa al segundo juego. La cargué sobre mis hombros y corrimos riendo a carcajadas en medio de otras parejas felices como nosotros. El tercero nos obligó a correr tomados de la mano y lo disfrutamos como si fuera la primera vez.
Nos pidieron que cambiáramos de lugar. La lluvia nos acompañaba y necesitábamos un techo para compartir un refrigerio que ella me había preparado. Tomamos nuestros platos y nos sentamos en el piso frente a frente. No importaba el ruido de las conversaciones cercanas. Sólo existía ella para mi. Su risa. Su mirada.
Nos separaron por un momento, pero me dijeron que no me preocupara. Se trataba del preludio de una sorpresa. Mientras ella se alejaba, la conversación empezaba en torno a un tema que me atrajo: ¿Cuál es el lenguaje de amor de ella? ¿Qué debo hacer para hacerla sentir amada?
Regresó y vivimos una dinámica que pretendía ser seria: intercambio de preguntas y respuestas. Ella, con sus palabras y su risa, lo hizo fácil, inolvidable. Empezamos por la talla de zapatos y el color favorito, para terminar en lo que nos gustaba a uno del otro y lo que queríamos que el otro mejorara para ser más felices juntos. Un placer verla a los ojos mientras me decía con sinceridad lo que había en su corazón.
Vimos unas fotos juntos donde redescubrí sus ojos y un pequeño lunar en su pómulo derecho. Finalmente, me entregó un regalo que como los más valorados por mi, estaba hecho con sus manos.
Caminamos por un buen rato, seguimos platicando y comimos juntos. Ella y Yo, solos, hasta regresar finalmente a casa para retomar nuestras rutinas. Esas horas se quedan para siempre en mi corazón como la joya más valiosa.
El día de mi convivencia Padre-Hija con mi amada Valeria.
Buen artículo, padre suertudo!!
ResponderEliminarQue bonito es preocuparse y ocuparse en hacer sentir amados a los demas. Pero increiblemente bonito es sentir ese amor incondicional de nuestros ninios, verdad? Que compromiso...
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